Mover un pie tras otro, con disfrute o sin él. Sentir el frío en el rostro, la humedad en el cuerpo y caminar.
Mires donde mires puedes observar lo insignificante de tu existencia, la abundancia de vida, lo largo de la vida de árboles, las fuerzas del agua, lo rudo de la montaña…
Cerrar los ojos para escuchar el arrollo, el canto de los pájaros y el viento mover las hojas; oler las hojas, sentirlas en los dedos y saborear los frutos.
Ver la variedad de colores y lo profundo del horizonte.
Y seguir caminando.
Vivir la noche, la vulnerabilidad de la oscuridad y el clima; pensar que hay más estrellas en el universo que granos de arena en la tierra.
Poder sentir ese manto que te arropa desde el frío y la inmensidad.
Y seguir en movimiento, con compañía, una activa y llena.
Una que se queja, que se moja, que se emociona, que se distrae, que se accidenta. Una que aprende.
Volver al camino de la mano de la infancia, siempre viva.